COORDINADORA DE DEFENSA CIUDADANA DEL CONO NORTE CARABAYLLO LIMA-PERU
domingo, 13 de septiembre de 2015
EL GOLPE DE ESTADO CONTRA
SALVADOR ALLENDE Y EL DESPLOME DE LAS TORRES GEMELAS QUE FUE UNA MENTIRA
DOS HECHOS QUE NUNCA MAS DEBEN DE REPETIRSE
Setiembre es el mes en la
que acostumbro todo los años reflexionar
sobre dos hechos que han marcado profundamente mi existencia:
1.El golpe de estado y muerte de Salvador Allende Presidente Chileno por
parte de las Fuerzas Armadas ocurrido hace 42 años. “Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio
no será en vano, tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral
que castigará la felonía, la cobardía y la traición” fue su último mensaje
antes de morir
2.El desplome
de las torres gemelas que Hoy se
cumplen 16 años desde que las Torres Gemelas del World Trade Center, en New
York, Estados Unidos, se desplomaran luego de ser impactadas por dos aviones
supuestamente secuestrados por el grupo terrorista Al Qaeda. ¿Que
sabemos realmente de lo que ocurrió aquel día? Sobre el tema se han tejido más
de un comentario y hay muchas dudas.
Unos
opinan que el derrumbe de las torres fue provocado por el gobierno
norteamericano con el objetivo de utilizarlo para invadir Irak. Otros dijeron
que fue provocado por el grupo terrorista Al Qaeda del cual el imperio quería
deshacerse.
La
conclusión es que ningún avión se estrelló contra las torres gemelas. Entonces,
¿Quién lo hizo? ¿Por qué ocultan la verdad? ¿Fue un pretexto para invadir
Irak?
Una reconstrucción de los hechos ocurridos hace 42 años, en la
víspera del golpe de Estado contra el presidente chileno por parte de las
Fuerzas Armadas.
Por: Erick Camargo Duncan / Especial para El Espectador
La conmemoración de los
40 años del golpe contra Salvador Allende ha motivado diversas marchas en
Santiago de Chile. /EFE
Es 10 de septiembre de 1973. Las maniobras golpistas han
empezado en la noche, cuando los buques de guerra de la armada sitian y se
toman Valparaíso. Es la época propicia, pues es precisamente septiembre el mes
en el que se adelantan maniobras conjuntas de unidades americanas y chilenas,
en el marco de la Operación Unitas, en el pacífico. A esa hora el médico y
masón, amante de la vida, de las flores y del arte, Salvador Allende, se halla
en su casa ultimando detalles para la convocatoria a plebiscito que anunciará
al día siguiente, once de septiembre.
Ha pasado la tarde del diez analizando los posibles escenarios
para salir de la crisis que afronta el país, provocada por el sector más
reaccionario de la derecha chilena y el gobierno estadounidense de Richard
Nixon. Su esposa, Hortensia Bussi, “la Tencha”, lo recordaría ese día como el
más tenso de su vida. Ella había llegado procedente de México en representación
del gobierno chileno, que mandaba a través suya ayuda humanitaria y la
solidaridad del buen corazón del presidente para mitigar los daños del
cataclismo que casi acaba con el país azteca. Lo recordaría para siempre,
inflamado de tensión mientras se probaba las chaquetas de primavera que le
había encargado, y que le quedaron bien, cuando dijo: “a ver si estos me dejan
usarlas”; a lo que ella replicó “¿tan mal están las cosas, Salvador?”. Aquella
noche de septiembre, en la casa presidencial de Tomás Moro, Salvador Allende
cena con la Tencha, su hija Isabel, y unos fieles amigos históricos entre los
que se encuentran Orlando Letelier, su ministro de defensa, y Augusto Olivares,
su amigo periodista y cercano consejero. Ambos morirán después bajo la
omnipresencia fatal de la conspiración.
También está Joan Garcés, el politólogo español que lo
acompañará esa noche hasta tarde junto a Augusto Olivares y que se convertirá,
quizá, en el mayor enemigo declarado de Pinochet en el panorama internacional,
que muchos años después logrará que el juez español Baltasar Garzón compulse
copia de detención contra el dictador. El turbio y lúgubre silencio de aquella
cena se romperá cuando Salvador Allende dé un golpe en la mesa, y diga: “voy a
llamar a plebiscito. Va a ser el pueblo el que decida si debo irme o no”.
Era un hombre perseverante y de buen humor, tres veces había
sido candidato presidencial y en todas terminó derrotado, hasta que logró su
objetivo en el cuarto intento. Su gobierno había empezado con buena salud, y
las cifras al cabo del primer año de gestión eran contundentes. Mediante
reforma agraria se habían reincorporado a la propiedad social 2.400.000
hectáreas de tierras activas. Se habían nacionalizado cuarenta y siete empresas
industriales y la mayor parte del sistema de créditos, la unidad popular
también había recuperado para la nación todos los yacimientos de cobre
explotados por las filiales de las compañías norteamericanas, de un tajo y con
un solo acto legal que no contempló indemnización alguna, pues el gobierno
calculó la excesiva ganancia de ochenta mil millones de dólares que habían
hecho las empresas en quince años. También se había logrado detener la
inflación y aumentar los salarios en un cuarenta por ciento.
Pero la conspiración que el gobierno de Allende llevaba a
cuestas no tenía parangón alguno, es quizá el golpe de Estado más sostenido en
el tiempo que jamás se haya visto, pues no comenzó aquella noche del diez en
que los buques de la marina se tomaron Valparaíso sino tres años antes cuando
el pentágono solicitó a la carrera doscientas visas para que en el país austral
aterrizara un orfeón naval que nunca existió, y que en realidad era un grupo de
mercenarios sin corazón que llegaría dispuesto a evitar la posesión del primer
candidato socialista elegido por votos en el mundo. El boicot se cayó por su
peso cuando el gobierno descubrió el plan y negó las visas. El cuatro de
septiembre Salvador Allende se posesionó como presidente de la república y días
antes ya habían visto a Richard Nixon, presidente de Estados Unidos, maldecir
en privado y golpearse la palma de una mano con el puño de la otra mientras
decía “ese hijo de perra”.
El boicot arreció en fuerza y entonces la CIA, alentada por el
secretario de Estado y mano derecha de Nixon, Henry Kissinger, contactó a un
par de generales adeptos a una escalada armada y fraguaron el asesinato del
comandante en jefe de las fuerzas militares, un hombre constitucionalista y
fiel a los designios de la democracia llamado René Shneider, que murió en el
hospital después de recibir tres balazos por parte de unos sujetos que lo
interceptaron cuando se dirigía a su oficina.
La idea no era otra que culpar al recién electo presidente y a
su partido, la Unidad Popular (UP), de querer hacer una purga sangrienta en las
más altas esferas militares para imponer mandos de ideología castrista, y así
legitimar el golpe prematuro. El plan no funcionó y los altos militares
inmiscuidos en el asesinato del general fueron retirados. Tumbar a un
presidente electo por vía democrática no iba a ser fácil y Nixon entendió que
de hacerlo, Estados Unidos sería repudiado a escala global; fue entonces que
decidieron redactar un documento oscuro que pasó a los anaqueles de la historia
bajo el título de “Memorándum 93”, firmado con la rúbrica de Kissinger y
distribuido a la CIA, al Departamento de Estado, al de Defensa y a Usaid, que
contenía una serie de medidas económicas destinadas a “hacer chillar la
economía chilena”, como Nixon había dicho en privado; entonces se recortaron
los préstamos de los bancos multilaterales a Chile, se terminó el
financiamiento a las exportaciones americanas, se hizo lobby hasta garantizar
un mínimo de actividad económica por parte de los inversionistas y se cortaron
los programas bilaterales de ayuda económica.
No bastando con esto, el gobierno de Estados Unidos engatilló a
la economía chilena mediante una serie de acciones que depreciaron el valor del
cobre en el mercado internacional, el principal recurso natural de Chile. La
situación se agudizó porque gran parte de las operaciones comerciales dependían
de los créditos para financiar la adquisición de maquinaria y repuestos de gran
parte de la industria chilena, estructurada en un ochenta por ciento a base de
productos importados, incluyendo el trasporte, de ahí que uno de los sucesos
claves desencadenantes del golpe fuera la huelga de camioneros, que de manera
literal paralizó al país. Una semana antes del golpe no era posible siquiera
conseguir pan o leche en las tiendas de barrio y almacenes.
Con los años se sabría que un flujo negro de dólares patrocinó
el paro de trasportadores, que los dueños de los camiones terminaron por darles
a los huelguistas una suma de 2.800 dólares con tal de que se sumaran al
levantamiento, y que esos dólares habían sido consignados por agentes de la
CIA. Esa fue la economía enardecida y saboteada que tuvo que enfrentar Salvador
Allende, con el agravamiento de una deuda externa creciente contraída en el
gobierno anterior que él se empeñaba en renegociar y que nunca logró hacerlo
debido a que Nixon aisló a los organismos de crédito de Chile, ejerció presión
sobre las naciones europeas dispuestas a otorgarle crédito, y al final negó de
manera rotunda el escenario de la renegociación de la deuda chilena. La
historia develaría también que desde el primer mes del año del golpe, un grupo
de economistas fratricidas que se darían a conocer como los Chicago Boys se
encargó de redactar un plan económico que se conocería como el ladrillo, y que
consistía en una serie de medidas económicas que se implementarían tras,
literalmente, asestarle el ladrillazo del golpe al gobierno de la UP.
La última noche de su vida Salvador Allende durmió mal y poco. A
las 6:30 de su mal día recibirá la noticia de los buques acuartelados y de las
tropas que empiezan a movilizarse hacia la capital, y mandará cerrar la vía que
conduce de Valparaíso a Santiago. Una hora después llegará a La Moneda para
ponerse al tanto de la magnitud de la conspiración. La plaza contigua al
palacio presidencial estará ocupada por tanques de la policía militar, que a
esa hora parecerán custodiar la seguridad del presidente, pero que una hora más
tarde darán media vuelta para ensanchar la lista de fuerzas unidas al golpe.
Como no es su costumbre, entrará por la puerta principal a la Moneda y mientras
suba las escaleras rumbo a su despacho se encontrará a su secretaria, y
sonriente le dirá: “¿qué hace aquí tan temprano?, hoy no va a ser como el 29 de
junio, hoy será un día especial”.
El optimismo matinal que llevaba ese once de septiembre se
fundamentaba más en el precedente del golpe sofocado con éxito hacía unos meses
y en el buen horizonte que se dibujaba a raíz de la convocatoria a plebiscito
que en el conocimiento real de la magnitud del movimiento que enfrentaba esa
mañana. Algunos de los que lo acompañaron esa día recordarían después que
mientras tanteaba el potencial de la fuerza insurrecta, se le oyó decir “Pobre
Pinochet, a esta hora deben haberlo secuestrado ya”. Augusto Pinochet había
sido el último en unirse a la conspiración después de ser convencido por los
argumentos del general del aire, Gustavo Leigh, que lo visitó en su casa
mientras celebraba el cumpleaños de su hija. Vestidos de ropa deportiva y
hablando con la frialdad con que se discute cualquier tema de orden cotidiano
en el patio de la casa, el comandante en jefe del ejército le dio el visto
bueno a la encerrona planeada para el once.
El desequilibrio restante al interior de las fuerzas armadas se
daría cuarenta y ocho horas antes cuando los generales adeptos a Salvador
Allende fueran expropiados de su jerarquía, sin saberlo. Pinochet había sido
ascendido a comandante en jefe del ejército después de que el general Carlos
Prats renunció ante las presiones de los demás generales, que habían llegado al
límite de haber enviado a sus esposas, sumadas a las de otros trescientos
oficiales, a la puerta de la casa del general para mostrar su indignación y
descontento con la gestión que llevaba. El día del golpe Salvador Allende
trataría de localizarlo sin éxito en el rincón más recóndito del país, pues
Prats había demostrado ser un hombre leal, un general constitucionalista que lo
había respaldado meses atrás enviando tropa para enfrentar a un general
acuartelado de las fuerzas aéreas que se negó hasta el último día a dejar el
cargo después de comprobarse que era parte de un circulo de conspiración.
Tres días antes Prats había avisado a Salvador Allende sobre la
inminencia de un golpe y lo habría convidado a realizar una reunión de
emergencia con Pinochet para ponerlo al tanto de la situación, reunión que se
dio al día siguiente en la casa presidencial de Tomás Moro, en la que el general
turbio le ratificó a Allende los votos de lealtad. Lo que no sabía Allende la
fatídica mañana del once mientras trataba de localizar por todo Chile al hombre
que días atrás le había advertido la inminencia del golpe, su amigo y cercano
colaborador Carlos Prats, es que era poca la ayuda que en ese momento podía
darle el leal general, pues ya figuraba en el radar de los conspiradores y
moriría dentro de un año como consecuencia de una bomba que viajaba escondida
en su auto de exiliado, en Argentina.
Una hora después de haber llegado a la moneda, Allende se
enterará de que la totalidad de las fuerzas armadas están en su contra y
Pinochet hace parte de la conspiración. A su lado se hallarán el director y
subdirector de la Policía Militar, dos generales fieles y acorralados que para
ese momento ya no tendrán poder alguno, y habrán sido removidos de sus fueros
por los golpistas. Al almirante Montero, comandante en jefe de la Armada, lo
aislarán desde temprano en su casa: su carro no servirá aquella mañana, la casa
será rodeada por soldados y los candados de la entrada serán cambiados. Allende
nunca se enterará.
En ese momento ya se habrá preparado para lo peor. Los golpistas
le ofrecerán con reiteración un avión para sacarlo del país junto a su familia,
y el mismo Pinochet pasará al teléfono: “yo no trato con traidores, y usted,
general Pinochet, es un traidor”, le dirá el presidente antes de colgar con
determinación. La insistencia aumentará, y el hombre que se había tomado el
poder en la Armada y había aislado al almirante Montero, el almirante Toribio
Merino, pasará al teléfono y la dignidad de Allende volverá a hacer presencia:
“rendirse es para los cobardes y yo no soy cobarde. Los verdaderos cobardes son
ustedes que conspiran como los maleantes en la sombra de la noche”, le dirá.
Lo único que en ese instante turbará su serenidad de metal será
la presencia de las mujeres en La Moneda, ocho en total, incluyendo a sus dos
hijas Isabel y Beatriz, que llegarán en un espacio de tregua del tiroteo
incesante para apoyar a su padre, Isabel con su presencia y Beatriz con sus
ocho meses de embarazo y un revolver que llevará escondido en la mochila. Ambas
dejarán La Moneda cuando Salvador Allende tome la decisión inobjetable de sacar
a todas las mujeres. Tomará el teléfono y llamará a uno de los generales
sublevados: “aunque es usted un traidor, espero que no sea también un asesino
de mujeres”, le dirá. Así logrará sacar a las mujeres de La Moneda sin un
rasguño pero con el corazón compungido al despedirse de sus hijas. Un extraño
mecanismo de defensa le borrará de la mente a Isabel las minucias de aquella
mañana, a excepción del momento de la despedida y el nudo en la garganta que le
producirá abrazar a su padre por última vez, y Beatriz, atribulada con el paso
del tiempo por no haberse quedado atrincherada a su lado, terminará
suicidándose al cabo de cuatro años, un once de octubre, en la Habana.
Después de esto empezará el tiroteo sin tregua entre una fuerza
descomunal y un presidente aferrado a su legitimidad, acompañado por un exiguo
grupo de amigos personales que combatirán a su lado hasta el final, armados de
revólveres, fusiles y algunas bazucas, algunos llamarán a sus casas a
despedirse por última vez. Después de esto, Salvador Allende intentará una
tregua en la que aceptaría dejar el cargo a cambio de que se armara un gobierno
transicional, sin él, que respetara las conquistas conseguidas hasta entonces,
y se escuchará la respuesta de Pinochet filtrada en la radio: “de ningún modo
amigo, muerto el perro se acaba la rabia”. Después de esto, los tanques de
guerra bombardearán La Moneda y los Hawker-Hunter estallarán sus misiles contra
las paredes del recinto presidencial, que comenzará a sucumbir bajo el fragor
de las llamas. Augusto Olivares se suicidará tras horas de combate al darse
cuenta de que la causa se ha perdido y el presidente pedirá un minuto de
silencio en su honor en medio de la arremetida.
Allende se rendirá, todos los que luchan a su lado conocerán su
dimensión histórica cuando les estreche la mano uno a uno y les agradezca con
la serenidad de sus mejores días. Después de esto, el presidente legítimo de un
país morirá en su oficina, solo y sembrando una eterna duda sobre su destino
final. Morirá empuñando un fusil que será el primero y último que utilice jamás
en sus sesenta y cuatro años de vida. Algunos, como Fidel Castro y García
Márquez dirán que murió de pie, combatiendo, solo, cuando evacuaron La Moneda y
entraron a capturarlo. Su familia afirmará que se habrá suicidado, propinando
un golpe moral, intemporal, para quienes lo golpearon.
Después de esto la dignidad cambiará de nombre para siempre: se
llamará Salvador Allende. Esto ocurrirá el once, ahora es diez y las maniobras
golpistas han empezado en la noche. El médico y masón, amante de la vida, de
las flores y del arte, Salvador Allende, se halla en su casa ultimando detalles
para la convocatoria a plebiscito.
EL
DESPLOME DE LAS TORRES GEMELAS UNA MENTIRA
ASI
LO DA ENTENDER VIDEO QUE ADJUNTAMOS
Hoy
se cumplen 16 años desde que las Torres Gemelas del World Trade Center, en New
York, Estados Unidos, se desplomaran luego de ser impactadas por dos aviones
supuestamente secuestrados por el grupo terrorista Al Qaeda.
¿Que
sabemos realmente de lo que ocurrió aquel día? Sobre el tema se han tejido más
de un comentario y hay muchas dudas.
Unos
opinan que el derrumbe de las torres fue provocado por el gobierno
norteamericano con el objetivo de utilizarlo para invadir Irak. Otros dijeron
que fue provocado por el grupo terrorista Al Qaeda del cual el imperio quería
deshacerse.
La
conclusión es que ningún avión se estrelló contra las torres gemelas. Entonces,
¿Quién lo hizo? ¿Por qué ocultan la verdad? ¿Fue un pretexto para invadir
Irak?
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