REPRODUCCIÓN DE LA COLUMNA
‘LAS PALABRAS’ PUBLICADA EN LA EDICIÓN 2286 DE LA REVISTA ‘CARETAS’
Adjuntamos la siguiente nota periodistica por su alto contenido reflexivo
He visto en estos
días a Alejandro Toledo en algunas entrevistas, crispado pero frágil, disonante
entre el gesto y la palabra, insatisfactorio en las explicaciones, saltando de
una torturada metáfora a un masticadísimo cliché, de un fallido semblante severo
a una fugaz sonrisa propiciatoria.
Toledo al ruedo
significa que arrancó el piñata time. Desde su
período presidencial quedó claro que atacar y golpear políticamente a Toledo
era una actividad de riesgo cero. Por eso le dieron duro mientras fue presidente;
le dieron con palo, como a Vallejo, pero sin poesía, como a piñata nomás.
Lo de estos días
ha sido por ratos indignante y por otros entristecedor. Vimos a consumados
forajidos dándoselas de savonarolas, sabiendo que todo era ganancia, pues los
nudos en los que Toledo se amarraba a sí mismo no solo servían para escudar a
malhechores con sobrepeso de fechorías, sino hasta para intentar que el
gobierno más sistemáticamente corrupto en nuestra historia, el fujimorista, se
presente como virtuoso, con derecho ya no solo de rogar sino de exigir el
indulto.
Eso es lo
indignante. Lo triste, para mí es recordar que Toledo, la piñata de hoy, fue en
un momento decisivo la personificación de la lucha de un pueblo entero por la
libertad. Su capacidad de convocar el entusiasmo y el fervor de las masas,
alcanzó niveles que no he vuelto a ver desde esos tiempos –abril, mayo, junio,
julio del años dos mil–. Que además lo hizo con una energía, entrega y entereza
que fue crucial para convocar y dirigir las movilizaciones que terminaron con
el fujimorato y nos llevaron a conquistar la democracia. Y a soñar que ella, la
democracia, lograría cimentarse y fortalecerse sin las precariedades y peligros
que la asediaron estos trece años.
Vine de Panamá
para asesorar a Toledo en mayo del año dos mil. Yo era entonces director
afiliado del diario La Prensa, cuando, a fines de abril, luego de una
entrevista que le hice en Florida, el entonces arrollador candidato que se
preparaba para una decisiva segunda vuelta contra Fujimori, me pidió que
viniera al Perú como asesor de campaña.
"Los males menores en política salvan
pero no suman. Y ahora, trece años después de esas horas de destino, el líder
de entonces aparece como la piñata de hoy."
Fue la primera vez que dejé por un tiempo el periodismo y crucé la
verja hacia la acción política partidaria. En circunstancias normales, no lo
habría hecho, pero esa no era una pugna democrática sino la lucha contra una
dictadura que ya había cubierto toda la década pasada e intentaba perpetuarse
en el poder. Como periodista, yo me había enfrentado al fujimorato desde el
momento mismo del golpe de 1992 (y a Montesinos mucho antes de eso), y tenía
claro que el reportaje de investigación, el esfuerzo de revelación y denuncia,
ya había logrado todo lo que podía lograr frente a un gobierno de crimen
organizado.
En una dictadura,
la relación entre prensa y poder no debe ser adversaria, como en toda
democracia sana, sino enemiga. La verdad de los hechos que el periodista saca a
la luz, tiene un efecto muy eficaz a la larga, pero, como escribí entonces,
tiene “un límite: el periodismo solo expone. No coordina, ni organiza, ni
organiza, ni dirige, ni comanda”.
Entonces, luego de
una campaña fulgurante, Toledo había logrado un impacto resonante en la primera
vuelta y resquebrajado lo que hasta ese momento parecía una maquinaria de poder
virtualmente invencible, manejada por Montesinos, con el apoyo de la Fuerza
Armada, el SIN, los medios de comunicación, gran parte del empresariado.
Era una
circunstancia crucial, así que pedí licencia a La Prensa, anuncié que por un
tiempo dejaba el periodismo, regresé al Perú y me zambullí en las jornadas
intensas, larguísimas de esos meses extraordinarios, al cabo de los cuales cayó
la dictadura.
Pese a las pocas
horas de sueño, a la fatiga constante, me las arreglé para escribir un diario.
Después de escribir, encriptaba el texto en PGP (que sigue siendo la mejor
elección en cifrado) y así, sabiendo que el texto quedaba seguro, escribí lo
que veía y lo que pensaba.
Lo he releído
ahora, después de muchos años. Toledo era, igual que hoy, terco, desorganizado,
impuntual, a veces bohemio y casi siempre desconfiado, aunque, por paradójico
que suene, a la vez muy ingenuo y fácil de engañar. Era difícil de asesorar,
pues tenía la misma actitud antes los consejos (sobre todo los buenos) que
tiene el gato hacia el agua, pero eventualmente, gracias a que le gustaba
discutir, terminaba aceptando muchos de ellos, aunque con modificaciones varias.
Esos eran algunos
de los defectos, pero las virtudes, tanto las intrínsecas como, sobre todo, las
que eran fruto de la circunstancia, resultaron excepcionales. Para empezar, era
un candidato infatigable, que con frecuencia hacía cuatro o cinco mítines por día
y llenaba plazas incluso en la madrugada.
¡Con qué
entusiasmo lo esperaban y lo escuchaban! No había ciudad en la que la población
no se volcara a la carretera y las plazas, para recibirlo. Algunas de las
escenas que vi entonces (la niña en Chimbote, que corrió por cuatro o cinco
kilómetros al lado de la caravana, gritando ‘Toledo, Toledo’, como un mantra, y
que cuando Toledo la levantó en brazos, seguía mirando a través de él y
coreando el nombre, no del candidato sonriente en la camioneta, sino de una
suerte de Toledo mítico, el redentor andino, su propia fuerza al fin
encontrada) hacían evidente que la gente veía en Toledo a un símbolo que
trascendía a la persona.
Pese a lo
frustrante de lidiar todos los días con las impuntualidades, terquedades e irresponsabilidades
del hijo predilecto de Cabana, admiré mucho la energía, el carisma y el
vibrante liderazgo que Toledo le dio a la lucha por la democracia. Para mí fue
un inmenso honor el formar parte de esa excepcional coalición de fuerzas que
tuvo en Toledo al líder que hizo posible el triunfo. Muchos participamos en
eso, pero él dirigió.
Luego, el mérito,
la fuerza de Toledo en la lucha contra el fujimorato, se convirtió
paulatinamente en debilidad y fragilidades durante la transición democrática.
Si en muchos
aspectos –en la economía sobre todo, Toledo fue un buen presidente, su papel en
la consolidación de la democracia resultó pobre. Débil, indisciplinado, el
‘Pachacútec’ de la campaña del dos mil, dio lugar a la percepción de un
presidente frívolo, parrandero, alejado de la gente, altamente impopular, en
peligro de ser vacado, caminando, como siempre, en la cornisa.
La lucha contra la
corrupción fue débil, en especial contra la oligarquía fujimorista, que se
consolidó con Toledo aunque nunca dejó de despreciarlo. Gracias a esa
debilidad, el entusiasmo democrático se dispersó, se convirtió en oposición y
terminamos luego con elecciones sucesivas en las que hubo que elegir al mal
menor para mantener, así sea con precariedad, la vigencia de la democracia.
Eso nunca debió
haber sucedido. Debimos haber tenido una democracia fuerte y un gobernante
austero, que junto con el pragmatismo económico, se hubiera esforzado en darle
un sólido cimiento ético e institucional a la transición democrática. Pero
Toledo no estuvo a la altura de esa misión. Debió haber sido nuestro Benito
Juárez pero fue, como presidente, un buen mal menor que nos llevó a otro y a un
tercero.
Los males menores
en política salvan pero no suman. Y ahora, trece años después de esas horas de
destino, el líder de entonces aparece como la piñata de hoy, mientras los
servidores de la dictadura cleptocrática se trasvisten de moralistas y usan su
caso para mejorar sus posibilidades de retornar al poder el 2016.
Mientras lo
investigan, como debe ser, espero que Toledo recuerde su tiempo de gloria y
evite un epílogo de oprobio que podría cancelar, 16 años después, lo logrado
con tanta dificultad el año dos mil♦
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